Irina y Mario son rumanos. La vida, después de varios años de rumbo errático por España, los llevó a Lebrija, un pueblo limítrofe entre las provincias de Sevilla y Cádiz. A pesar de las dificultades, se consideran unos afortunados.
Viven de forma austera pero están satisfechos con lo que han conseguido. Un último trámite les separa de la felicidad plena: aún deben traerse a su hija Florentina, de seis años, que vive con sus abuelos en Giugiu, una ciudad al sur de Rumanía, muy próxima a Bulgaria.
La licenciatura en Economía le ha servido poco a Irina, de 38 años. Ahora trabaja junto a su marido en la recolección de aceitunas de mesa en Hinojos en Huelva. Ella no se avergüenza. "¿Qué puedo hacer?", pregunta resignada. "Para tener dinero tengo que hacer lo que sea", confirma. Los continuos viajes en busca de las campañas agrícolas impiden a esta rumana traerse a su hija menor ya que, para atenderla, tendría que dejar de trabajar.
El campo exige importantes sacrificios. Mario, a sus 32 años, trabaja de sol a sol. Lejos está el tiempo en el que la construcción garantizaba un sueldo fijo. Como él, muchos españoles viven las dificultades de la crisis. "Ahora los jóvenes saben lo que vivieron sus abuelos", confiesa este rumano. Las dificultades han mejorado la empatía entre inmigrantes y españoles. "Se nos entiende mejor y eso facilita la integración", revela, pero admite que siguen habiendo prejuicios.
"Los españoles no son racistas y la fama de los rumanos está, a veces, justificada". Esta pareja ha vivido en sus carnes las fechorías de sus compatriotas, que se aprovecharon de ellos al poco tiempo de llegar al país, cuando aún no conocían el idioma. Una mañana, al despertar, descubrieron que les habían robado lo poco que tenían.
Afortunadamente dormían y su hija de 18 años, Larissa, estaba fuera de casa. "España tiene las puertas muy abiertas", avisa Mario. "Lo que tendrían que haber hecho es controlar más a los que llegan. A mí también". El problema, según explica Mario, es que "Rumanía no ha entendido bien lo que es la democracia". "La gente para sobrevivir necesitaba robar en las fábricas y en el campo y ese modo de vida se lo han traído consigo a España", admite Mario. La fórmula para desestigmatizar a los rumanos es simple: "Si eres formal, te quedas; si no, que te echen", sentencia.
Irina, Mario y su hija Larissa viven felices en Lebrija. El Ayuntamiento les ha facilitado una casa de renta baja por 130 euros al mes. Pero saben que los problemas volverán. "La lucha no debe parar nunca", advierten."Nuestro caso tiene un final feliz". La vuelta a Rumanía sólo se plantea si es para visitar a la familia, pero siempre con billete de vuelta.
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